Alejandro Llamas Alejandro Llamas

Un sueño de amor

Anoche en mi sueño te invité a salir, intimidado por tu tierna belleza. Esperaba una respuesta negativa, pero aceptaste con sencilla disposición. Era un encuentro repentino, que terminó con una vaga cita para el día siguiente. 

- Sí, nos vemos mañana. 

En el extraño fluir de momentos para el dormido; se me condujo por un puro sentimiento de ligereza, pasando de una corta y exquisita ilusión por verte al día siguiente, a un auto con mis padres, frente a tu casa. 

Pero no quedamos en la hora, no quiero llegar con mis papás, qué vergüenza. Pienso con tranquila preocupación. Me dispongo a abrir la puerta y caminar absurdamente cerca de tu casa, esperando a que mis padres se alejen en el auto, pero abres la puerta de tu casa y todo se siente familiar. Te acercas a la ventana del copiloto, donde está mi madre sentada y les haces un comentario gracioso. Yo te miro, asombrado por tu naturalidad y gracia. Mas bien, enamorado. Das la vuelta al auto y subes por el otro lado. Yo sigo entre embelesado y refunfuñando por querer estar solo contigo. Nada grave, tu presencia me hace imposible sufrir. Abro la puerta de mi lado, despabilando del sueño dentro del sueño y doy la vuelta corriendo para cerrarte la puerta y llevarme la sorpresa de verte en la fila delantera, con mis padres. - A qué chistoso, y yo me voy atrás como dedo. Les bromeo a los tres.

Es importante recalcar la luz suave y amarilla que bañaba la calle fuera de tu casa, y la melodía ligera que cantaba el viento. 

De pronto estamos sentados en la parte trasera del auto. Creo que abrazados, y me doy cuenta, inhalando profundamente, que no necesito nada más en la vida.


Entonces me despierto, y sonrío. Lo cual es raro, porque he soñado antes con romances, pero despertaba destrozado por una nostalgia de algo que ni siquiera existió. Hoy podía ir y venir al sueño, como en un soplo, al hermoso y diáfano rostro de aquella mujer; sonriendo y mirándome a los ojos.

A lo largo del día el sentimiento y la claridad se desvanecen, así como el tiempo. Entonces decido despedirme de aquel amor con un ritual. Me tomo una copa de vino, que me seca los labios, me acuesto en la alfombra de mi cuarto, cierro los ojos y escucho Liebesträum No. 3 de Franz Liszt.

Recorro la simple historia de amor, entregado por completo al sentimiento. De principio a fin. Mi timidez valentonada, la ilusión de verte al siguiente día, una extraña familiaridad de ver como sales de tu casa, viajar juntos en el auto con mis padres…

Y de pronto, un nuevo recuerdo que brota de la oscuridad. 


Un marítimo silencio, tal vez horas.




Una luz de amanecer en una habitación sin muros. Mis labios acarician su hombro, su cuello y mejilla, que dibuja indicios de una sonrisa. El tiempo pierde relevancia. Su espalda, su cuello, su mejilla, su cabello castaño. Nada más. Dos cuerpos en comunión. Dos amantes. Un sueño de amor.

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Alejandro Llamas Alejandro Llamas

   Serían sesenta y cinco pesos, de favor

La mujer iba sentada del lado contrario a mí, en el asiento trasero; bien derechita, con sus manos entre las piernas como si estuviera rezando a escondidas.

-Ay que calor hace, y con esta cosa, peor.

-Sí, pero ya las cosas se van calmando ¿No? El otro día fui al Oxxo y nadie traía cubrebocas.

- ¿Usted siempre lo trae puesto?

- Cuando voy solo, no; pero en cuanto subo a un cliente, me lo pongo.

- Pues sí. Sólo dios sabe cuándo va a acabar esto.

La mujer iba sentada del lado contrario a mí, en el asiento trasero; bien derechita, con sus manos entre las piernas como si estuviera rezando a escondidas. Era una mujer robusta, con pelo corto, rizado y pintado de rojo; de estatura baja, con una boca grande y ojos cafés y delineados. Recuerdo que traía una blusa azul turquesa con estampado blanco de esos patrones orientales, como de mandala; y unos mallones negros. No llegué a ver su calzado, pero seguramente traía unos zapatos de piel negros con un tacón bajo.

- ¿Va a bailar?

- No, no. Eso no es lo mío. No, no. Tengo dos pies izquierdos.

Me dijo con una risa de sorpresa, y avergonzándose seguidamente.

- Voy a comprarle un juguete a mi niño, aquí al mercado que se pone en frente de la biblioteca. Uno de esos muñecos de acción que traen su avión o su moto o no se qué.

Para cuando me decía esto, ya comenzaba a liberar sus brazos para hacer expresivos gestos de cuestionamiento respecto al juguete. Como si intentara ahuyentar a una mosca que a su vez intenta comer el exquisito migajón de tortilla que está enredado en el cabello de la señora.

Voy con los ojos al frente, sobre Enrico Martínez para girar en Emilio Donde. La cumbia está a todo volumen. El semáforo se pone en rojo. Me giro para admirar a los señores y señoras vestidas con sus mejores prendas, moviéndose en parejas como estatuas firmes y ligeras que imitan el vaivén del mar.

- ¡Ay no! ¡Hay un perro intentando cruzar la calle, lo van a atropellar!

El perro se movía nervioso hacia adelante y hacia atrás; intimidado por la complejidad y el poder que lo rodeaba. Delgado, con hocico afilado como de galgo, pero con el cuerpo común de un perro callejero. Los autos se mueven velozmente, casi como si fueran un mismo auto; enorme y largo. Los pilotos tocan desesperados el claxon, locos, pero también impotentes y culpables por no atreverse a frenar y así convertirse también en una presa del rugido grupal, agudo y metálico.

Un chillido quemado, un golpe seco y un alarido frágil.

- Serían sesenta y cinco pesos, de favor.

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